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Dios como nosotros lo concebimos

07 May 14 - 16:54

Dios como nosotros lo concebimos:
el dilema de la incredulidad

Abril de 1961 (Alcoholicos Anonimos)
 
L
a frase "Dios como nosotros Lo concebimos" es tal vez la expresión más importante que se encuentra en el vocabulario de AA. Estas cinco signifi­cativas palabras tienen un alcance tal que en ellas se puede incluir todo tipo y grado de fe, junto con la seguridad absoluta de que cada uno de nosotros puede escoger la suya propia. De apenas menos valor para nosotros son las expresiones complementarias - "un poder superior" y "un poder superior a nosotros mis­mos." Para todos los que rechazan la idea de un dios o que ponen seriamente en duda la existencia de una deidad, estas palabras enmarcan una puerta abierta por cuyo umbral el incrédulo puede dar fácilmente su primer paso hacia una realidad hasta ahora desconocida para él - el reino de la fe.
En AA tales adelantos ocurren todos los días. Son todavía más extraordi­narios si tenemos en cuenta que tal vez para la mitad de nuestros 300,000 miembros actuales una fe efectiva parecía ser en una época una imposibilidad de primera magnitud. Todos estos escépticos han hecho un gran descubrimiento: en cuanto pudieron depender principalmente de un "poder superior" - aunque fuera su propio grupo de AA - salieron de esa curva sin visibilidad que siempre les había impedido ver la autopista. A partir de ese momento - suponiendo que se hubieran esforzado por practicar el resto del programa de AA con una mente abierta y tranquila - una fe cada vez más amplia y profunda, una auténtica dádiva, invariablemente había hecho su a veces inesperada y a menudo misteriosa aparición.
Es de lamentar que legiones de alcohólicos del mundo alrededor nuestro desconozcan estas realidades de la vida de AA. Tantos de ellos se encuentran obsesionados por la tétrica convicción de que, si apenas se acercan a AA, se verán presionados a someterse a algún tipo determinado de fe o teología. No se dan cuenta de que, para ser miembro de AA, no se exige nunca ninguna confesión de fe; que se puede lograr la sobriedad con un mínimo de fe, muy fácil de aceptar; y que nuestras ideas de un poder superior y de Dios como nosotros Lo concebimos les deparan a todos la oportunidad de elegir entre una variedad casi ilimitada de creencias y acciones espirituales.
En cuanto a la comunicación, uno de nuestros problemas más urgentes y estimulantes es, cómo transmitir estas buenas nuevas; y tal vez, para este problema no haya una solución fácil y definitiva. Nuestros servicios de informa­ción pública quizás podrían empezar a destacar aun más enfáticamente este aspecto tan importante de AA. Y dentro de nuestras filas, puede que nos valga cultivar una conciencia más compasiva del aislamiento y de la desesperación de esta gente enferma. Para acudir en su ayuda, no debemos contentarnos con menos que la mejor actitud posible, ni con ningún esfuerzo sino el más diestro que podamos ingeniar.
También podemos volver a considerar el problema de la "falta de fe" tal como se nos presenta en nuestro portal. Aunque 300,000 se han recuperado en el curso de los pasados 25 años, otros 500,000 han cruzado el umbral de nuestra Comunidad solo para dar la vuelta después y apartarse de nosotros. Algunos, sin duda, ya estaban demasiado enfermos incluso para comenzar. Otros no pudieron o no quisieron admitir que eran alcohólicos. Otros más no podían hacer frente a sus subyacentes defectos de personalidad. Muchos se alejaron por otras razones.
No obstante, de poco nos serviría echar la culpa completa por todas estas malogradas recuperaciones a los mismos recién llegados. Es posible que muchos de ellos no disfrutaran de la calidad y cantidad de apadrinamiento que tan urgentemente necesitaban. No nos comunicábamos con ellos cuando tenía­mos la oportunidad de hacerlo. Asiles fallamos nosotros. Tal vez con más frecuencia de la que creamos, seguimos sin comunicarnos en profundidad con aquellos que se encuentran angustiados ante el dilema de la incredulidad.
No hay nadie más sensible a la arrogancia espiritual, a la soberbia y a la agresividad que estas personas, y no cabe duda de que nosotros olvidamos demasiado a menudo que lo son. Durante los primeros años de AA, casi logré arruinar la empresa total con esta especie de arrogancia inconsciente. Dios como yo Lo concebía tendríaque ser así para todos. A veces, mi agresividad era sutil, y otras veces muy ruda. Pero de cualquier forma, era injuriosa - y tal vez letal - para numerosos incrédulos. Huelga decir que estas actitudes no se manifiestan únicamente en el trabajo de Paso Doce. Es muy probable que vayan infiltrándo­se en nuestras relaciones con todo el mundo. Hoy todavía, me veo en ocasiones cantando ese mismo refrán obstaculizador: "Haz lo que yo hago, cree lo que yo creo, si no...
El relato que cuento a continuación nos ilustra lo cara que nos resulta la soberbia espiritual. Un candidato de opiniones bastante arraigadas llegó acom­pañado a su primera reunión de AA. El primer orador se enfocaba en sus propias costumbres de bebedor, y parecía haberle causado al candidato una gran impresión. Los dos siguientes oradores [o quizás conferencistas] iban dilatán­dose sobre el tema "Dios como yo Lo concibo." Sus charlas podrían haber tenido buen efecto, pero no lo tuvieron en absoluto. El problema estaba en su actitud, en la forma en que presentaban sus experiencias. Rezumaban soberbia. De hecho, el último en hablar se pasó de la raya hablando de sus convicciones teológicas personales. Con perfecta fidelidad, ambos estaban haciendo eco de mis actitudes de los años anteriores. Implícita en todo lo que decían – sobreentendida - estaba la idea: "Escúchenos. Nosotrostenemos la única verdadera versión de AA - y más vale que ustedes nos emulen."
El principiante dijo que no podía aguantar más - y no pudo. Su padrino trató de explicarle que AA no era realmente así. Pero ya era tarde; después de esa experiencia, nadie podía llegarle al corazón. Además, tenía un pretexto de primera categoría para irse de borrachera. Según las últimas noticias que tuvimos de él, parecía tener una cita prematura con la muerte.
Afortunadamente, hoy en día rara vez vemos tal descarada agresividad en nombre de la espiritualidad. No obstante, podemos sacar algún provecho de este triste episodio. Podemos preguntarnos si, en formas menos obvias pero igualmente destructoras, no somos más propensos de lo que creemos a arranques de soberbia espiritual. Esta clase de autoexamen, si nos aplicarnos diligentemente a hacerlo, podría sernos aun más provechoso. Nada podría aumentar con mayor seguridad la comunicación entre nosotros mismos y con Dios.
Hace muchos años, un llamado incrédulo consiguió que yo me diera muy clara cuenta de esto. Era médico, y un buen médico. Conocí a él y a su mujer, María, en casa de un amigo mío en un pueblo de la zona central del país. Nos encontramos en una velada puramente social. Mi único tema era nuestra Comunidad de alcohólicos, y yo estaba casi monopolizando la conversación. No obstante, el doctor y su dama parecían estar sinceramente interesados, y él me hizo muchas preguntas. Una de estas preguntas me suscitó la sospecha de que era agnóstico, o tal vez ateo.
Esta sospecha me sirvió de impulso, y me puse a convertirlo en ese mismo momento. Con suma gravedad, yo alardeaba de mi dramática experiencia espiritual del año pasado. El médico muy afablemente me preguntó si tal vez esa experiencia no pudiera haber sido algo distinto de lo que yo creía. Este comentario me hirió y estuve muy descortés con él. No me había hecho ninguna provocación; al contrario, el doctor era un hombre muy caballeroso, de buen humor, e incluso respetuoso. Me dijo, con aire pensativo, que a menudo le habría gustado tener una fe tan firme como la mía. Pero estaba muy claro que yo no había logrado convencerle de nada.
Tres años más tarde, volví a visitar a mi amigo de la zona central. Un día, María, la esposa del médico, nos hizo una visita y me enteré de que su marido se había muerto la semana anterior. Muy conmovida, María empezó a hablar de él.
Hijo de una distinguida familia de Boston, se había graduado en la Universidad Harvard. Terminó sus estudios con brillantez y podría haber llegado a ser un médico renombrado. Podría haber tenido una carrera muy lucrativa, y disfrutado de una vida social entre viejas amistades. En lugar de seguir este curso, se empeñó en trabajar como médico de una empresa situada en una ciudad industrial desgarrada por conflictos sociales. Cuando María de vez en cuando le preguntaba por qué no volvían a vivir en Boston, solía cogerle de la mano y decir, "Tal vez tienes razón, pero no puedo convencerme de salir de aquí. Creo que la gente de la compañía realmente me necesita."
María nos contó que no podía acordarse de haber oído a su esposo quejarse seriamente de nada, ni criticar amargamente a nadie. Aunque parecía encontrarse perfectamente bien, el doctor había bajado su ritmo durante los últimos cinco años. Cuando María le animaba a salir por las tardes, o trataba de conseguir que llegara a tiempo a la oficina, él siempre respondía con alguna excusa válida y afable. Sólo cuando él cayó súbita y mortalmente enfermo, ella llegó a enterarse de que durante todo ese tiempo había padecido de un mal cardíaco que le hubiera podido matar en cualquier momento. Con excepción de un solo médico de su equipo, nadie tenía ni idea. Cuando ella se lo reprochó, él dijo simplemente, "No podía ver para qué serviría hacer que la gente se preocupara por mí - especial­mente tú, querida."
Esta es la historia de un hombre de gran valor espiritual. Se pueden ver claramente sus atributos: el humor y la paciencia, la amabilidad y el valor, la humildad y la dedicación, la generosidad y el amor - un ejemplo al que yo tal vez nunca podré ni siquiera aproximarme. Este era el hombre a quien yo había reprendido y tratado con condescendencia. Este era el "incrédulo" que yo había pretendido instruir.
María nos contó esta historia hace más de veinte años. En ese momento, por primera vez, caí repentinamente en la cuenta de lo muerta que puede ser la fe - si no va acompañada de la responsabilidad. El doctor tenía una creencia inamovible en sus ideales. Pero también era un hombre humilde, sabio y responsable. De ahí su demostración ejemplar.
Mi propio despertar espiritual me dio una fe instantánea en Dios - una verdadera dádiva. Pero yo no había sido ni humilde ni sabio. Al alardear de mi fe, olvidé mis ideales. La soberbia y la irresponsabilidad los habían reemplaza­do. Al apartarme así de mi propia luz, tenía poco que ofrecer a mis compañeros alcohólicos. Por lo tanto, para ellos mi fe estaba muerta. Por fin, vi por qué muchos de ellos se habían apartado - algunos para siempre.
Por lo tanto, la fe es mucho más que nuestra más preciada dádiva; compartirla con otros es nuestra mayor responsabilidad. Que nosotros los AA busquemos continuamente la sabiduría y la buena voluntad que nos permitan cumplir con la obligación que el dador de todas las dádivas perfectas nos ha encomendado.

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